El mundo del entretenimiento perdió a una de sus figuras más disruptivas: Ozzy Osbourne, leyenda viviente del rock pesado y fundador de Black Sabbath, murió este lunes a los 76 años. Su muerte no solo representa el adiós a una voz inconfundible, sino también al espíritu de una era.
En Miami, ciudad que mezcla culturas, acentos y sonidos, la noticia cayó como un golpe directo al corazón de fanáticos que crecieron escuchando su música a todo volumen. Aquí, donde el reggaetón, la salsa y el hip-hop conviven con guitarras distorsionadas, Ozzy nunca pasó desapercibido.
Con su estética desafiante, su mirada excéntrica y su vida sin censura, Osbourne fue mucho más que un cantante: fue un símbolo de transgresión, de no rendirse jamás, de gritarle al sistema. Para muchos jóvenes latinos y estadounidenses del sur de Florida, fue la puerta de entrada a un género que no pedía permiso, solo volumen.
Aunque en los últimos años su salud se vio gravemente afectada —diagnóstico de Parkinson incluido— Ozzy nunca perdió su esencia. De hecho, su última actuación, hace apenas unas semanas en Reino Unido, fue un acto de puro coraje: sentado, sí, pero con el alma intacta.
Con su partida, se va una parte del ADN del rock. Pero en clubes locales, tiendas de vinilos y playlists eternas de fanáticos de todas las edades, su legado sigue retumbando. Porque Ozzy no fue solo un artista: fue una actitud.
En un mundo cada vez más pulido y calculado, él fue caos, honestidad y música en carne viva. Desde Birmingham hasta Brickell, desde el metal hasta MTV, desde el infierno hasta el amor: Ozzy Osbourne fue, y seguirá siendo, eterno.